La cazadora busca a su presa, la
observa desde lejos, la acecha y la cerca, la engaña con reclamos
que la seducen y, cuando la presa se confía, ataca sin piedad y la
hace suya. La presa sucumbe ante la imposibilidad de huir y entrega
su rendición a la cazadora, admitiendo así que ha sido vencida. Y
la presa eres tú.
Me miraste el otro día como no lo
habías hecho antes, y eso que ya hace tiempo que nos conocemos; me
hablaste de una manera que nunca habías usado para dirigirte a mí,
y no fuiste consciente del peligro que corrías al hacerlo, porque,
de esa manera, despertaste de su letargo a mi alma de cazadora que
dormía tranquila en un rincón escondido de mi pecho que, desde
entonces, no encuentra sosiego. No fuiste consciente del peligro, de
lo que supone ofrecerse así a una mujer, inofensiva, dulce y tímida
en apariencia, pero que guarda un oscuro secreto en su interior. Sí,
sé que sucumbiste, como un Ulises cualquiera, a mis cantos de
sirena. Tú que te creías conocedor de los misterios ancestrales que
guarda cualquier melodía, quedaste atrapado en mi voz. Te has puesto
en peligro, te has expuesto a mí y pagarás las consecuencias.
No, no uso flechas para llegar hasta tu corazón, no uso balas que te puedan dañar. Mis armas son más sutiles pero más mortíferas.